Thursday, March 24, 2005

RACCONTO II

Lo podía negar frente a los demás, pero yo estaba absolutamente consciente de que necesitaba hacer las cosas bien y sobresalir al resto, ser querida y admirada. Aunque también necesitaba ser odiada. Solo no quería pasar inadvertida.
Cursaba el 4º básico en el Liceo A Nº 34, que aún conservaba un buen prestigio dentro de la comuna por la exigencia de los profes y el buen nivel de educación. Como siempre, yo estaba metida en todas las actividades extra programáticas que me fueran posibles. Iba en la mañana a computación, al taller literario, a gimnasia aeróbica y a gimnasia deportiva. Y por la tarde, a clases. Los fines de semana asistía a las clases de basketball también.
Ese año llegó una profe nueva que impartiría las clases de gimnasia rítmica. Una mujer joven, de unos 25 años, alta, delgada, cuello, largo y cabello rizado. Parecía la muñeca de una caja musical. El director pasó por las salas presentándola para que las niñas se animaran a inscribirse a su taller.
Yo, una chica huesos anchos, como decía Alejandro Luppi, siempre tuve el sueño de convertirme en bailarina de ballet, sin embargo jamás se había presentado la oportunidad. Ahora no la desaprovecharía.
Y así, obstinadamente me inscribí en el nuevo taller de gimnasia, junto con un grupo de niñas delgadas que vestían con gracia su malla y sus zapatillas de ballet. Pero el asunto no fue fácil desde el comienzo. Mi cuerpo no era el indicado para piruetas delicadas, haciendo girar la cinta en el aire. Me costaba harto, más que al resto, porque la disciplina de la gimnasia deportiva me había formado de manera más tosca, más pesada. Los músculos de mis piernas y de mis brazos estaban notoriamente desarrollados y mi espalda era bastante más ancha que la del resto. Pero la profe me tenía paciencia y dedicaba gran parte de su tiempo en corregir mi postura y desarrollar mi elasticidad.
Al término de cada clase, debía correr a la clase del Sr. Luppi que ya tenía a todos sus alumnos precalentados y saltando el caballete. Sin embargo, no podía confesarle que venía saliendo de una clase de rítmica, porque era la peor traición que pudiera hacerle. “Las muñequitas de palo” les llamaba a las alumnas de la nueva profe y continuaba sus ironías diciendo que se preocupaban más de mantener sus uñas largas que de realizar un buen movimiento.
Así pasaron cerca de dos meses, entre clase y clase, llegando atrasada a la segunda para poder rendir mejor en la primera. Hasta que Luppi comenzó a encontrar extraño mi recurrente retraso a sus clases.
Un día, cuando presentábamos una coreografía con aro y cinta, yo me alistaba para mi turno, cuando veo entrar por la puerta del gimnasio a Alejandro Luppi, caminando enfurecido hasta mí.
- Te decides ahora mismo, Dámaris – dijo enfrente de todas sin importarle interrumpir la clase. – O bailas ballet o continúas con nosotros. Nunca serás buena en algo si no te comprometes por completo con ello.
Yo me puse nerviosa, llena de vergüenza. Me sentí humillada delante de las niñas Barbie. La profe me miró interrogando con la mirada. Ambos esperaban respuesta. Luppi caminó a la salida y dándome la espalda me dijo que me esperaría cinco minutos para reanudar la clase.
Yo bajé la vista, absolutamente sonrojada. Medite un segundo, tomé mis cosas, le di las gracias a la profe y me fui a la clase de gimnasia deportiva.
Después de todo, no estaba hecha para vestir esas mallas ni para saltar por los aires en brazos de un bailarín. Lo intenté, pero no pude.
Elegí, entonces, al señor estricto, que no le interesaban los huesos rotos, el cansancio, ni menos el miedo a hacer algún salto. Después de ese día, supe que le importaba un poco. Pero ello implicó que fuera aun más duro conmigo y que no me perdonara los errores.
Se acercaba la muestra anual de las actividades extra programáticas en el colegio. Me quedé varios días sin almuerzo, practicando horas extras para que me saliera el famoso flip- flap. Me daba terror caer mal, romperme un hueso, torcerme el cuello. Pero era mi gran desafío y tenía que hacerlo.
Continué con las clases de aeróbica que me mantenían en forma. Al menos Alejandro Luppi y Mario Wolf (el profe de aeróbica) eran queridos enemigos. Cada uno reconocía las virtudes del otro.
Así llegó el día. Yo temblaba de nervios, pero no era la primera vez que me enfrentaba al público del colegio. A pesar de eso, no me sentía segura para hacer sola el flip- flap, así es que le pedí al profe que me ayudara. El aceptó a regañadientes, puesto que quería que su grupo fuera la mejor presentación de la tarde.
- La otra opción es que yo haga todo lo demás, excepto el flip- flap, no le parece?- le pregunté.
- No. Solo hay tres chicas que lo hacen y tres chicos. No me puedes desarmar la presentación- respondió.
Y luego de esa conversación, no me dijo ninguna palabra más que “hazlo bien”.
El colegio estaba lleno. Primero fue el turno del grupo de barras que eran muy queridos por el colegio. Todos estaban muy animados. El colegio era conocido por tener un buen nivel en educación física.
Finalmente llegó nuestro turno. Los hombres del grupo ordenaron las colchonetas. Lo primero fue una pasada de ruedas y volteretas olímpicas, nada muy complicado para mi en ese tiempo. Luego fue el paso por los caballetes. Y al último el esquema principal. La primera en pasar fue la Ivette, delgada y muy bajita, no le costó nada. Luego fue Alejandro, un niño de un curso más arriba. Después paso la Maribel Agüero, un poco tiesa, pero bien al fin. El siguiente fue el hijo de Luppi, del cual no recuerdo su nombre. Después de él venía la Lizette Lastra que traía barra desde su casa. Venía el turno del tercer chico que no recuerdo bien quien era. Y finalmente, yo, como si estuviera todo preparado, quede al final sin saber porqué. No quise decirle a nadie en mi casa que fuera, me daba una plancha enorme que me vieran equivocarme. Aunque desearía mucho que me vieran si todo salía OK. Prefería no correr el riesgo.
Corrí. Primero, la rueda. Salté con todas mis fuerzas. El sol pegaba fuerte en esa tarde de septiembre. El profe Luppi me esperaba más adelante en cuclillas, para apoyar mi espalda cuando fuera el turno del flip- flap. Seguí corriendo para realizar un perfecto rondat. Y al final, el flip- flap me salió con toda la seguridad que pude en ese momento. Sentí mis pies volando. Mis brazos se tensaron para soportar el peso de mi cuerpo. Y caí con ambos pies juntos, erguí mi cuerpo y saludé con los brazos. Mi sorpresa fue grande cuando vi que Luppi estaba a 10 mts. De distancia de la colchoneta y me sonreía orgulloso. Había logrado hacer el flip- flap yo sola, sin la ayuda del profe. Saludé aún más enérgicamente. Me sentí feliz y satisfecha de haberlo logrado. Mis compañeros corrieron a saludarme. Todos celebramos el triunfo de nuestro esfuerzo aquella tarde en el patio de mi antiguo colegio.
Después de ese año, no volví a la gimnasia deportiva hasta mi llegada al Liceo 1, donde mi intento por ser una atleta fue definitivamente fallida. Creo que nunca estuve hecha para eso. Lo sabía Luppi, pero me alentó hasta el final.
Un par de semanas atrás, mi hermano David, quien hoy estudia en el A Nº 34 y tiene clases con Alejandro Luppi, me comentó que por primera vez, después de 8 años con él, el profe le preguntó:
- Tu eres, por casualidad, hermano de Dámaris Toledo?
- Si- respondió mi hermano y no preguntó nada más. Tampoco el profe.
Pensé que tal vez, por la mente de Luppi pasó aquel momento en el colegio, cuando fui su alumna, hace más de 15 años.


Primavera 2004

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