Monday, August 30, 2010

EL RELATO


Todo había sido programado exitosamente. 37 semanas y media, tal como me lo exigía mi sistema de salud para cubrir la mayoría de los gastos.
Visité al doctor por última vez durante mi embarazo la tarde del 23 de Junio, oscura y lluviosa. Todo había quedado coordinado con el equipo médico, solo quedaba un día para prepararme para el viernes 25 antes del partido de Chile con España en el mundial. Y planeaba dedicarme el jueves por entero a mi, a regalonearme, embellecerme y prepararme anímicamente para la cesárea. Sería mi último día en solitario en esta vida.
Mi última cena fue una ensalada de frutas. Pasadas las 12 de la noche le digo a mi hombre que por fin llegamos a la meta y que desde ese minuto ya podíamos ser padres tranquilamente. Y como si fuera una broma del destino, me vinieron intensos dolores de estómago que adjudiqué a las benditas frutas. Los dolores no pasaron, pero el tiempo sí. A la 1 de la madrugada decido llamar al doctor porque creo estar lista para dar a luz. Tomo mis cosas y partimos con mis suegros raudos al hopital, en ese húmeda y fría noche de San Juan. Los dolores no cesaban ni un segundo y yo trataba de mantener la calma para no alterar al resto más de la cuenta.

Ingreso en silla de ruedas (me pareció de película, por eso la acepté) y me llevan por unos pasillos oscuros y silenciosos hasta una sala donde me recibe una amable cara de doctora. Revisiones incómodas, máquinas conectadas a mi barrigota. Pregunto todo lo que no sé, como siempre, hasta que aparecen mis dos doctores que me anuncian que ha llegado el momento, un día antes de lo planificado. Pero no tengo miedo. Lo único que quiero es que mi barriga se desinfle lo antes posible.

Mi chico corre de un lado para otro con mis cosas haciendo los trámites. Mis suegros hacen el papel de mis padres, a falta de estos.

Camino hasta una salita para sacarme la ropa y ponerme una incómoda bata de hospital. Me llevan en camilla hasta una gran sala llena de luces, máquinas y doctores. Comienza el show:

Hombres de bata y mascarilla se mueven de allá para acá. Mis doctores me hablan, me tranquilizan. Yo estoy bien, ansiosa no más. Espero que mi hombre entre pronto. Tengo miedo de la aguja que atravesarán por mi espaldita y cuando al fin viene, los dolores desaparecen de inmediato mágicamente, no siento mis piernas y me entrego totalmente a quien quiera escudriñar en mi cuerpo, libre de todo pudor. Me acuesto y ponen frente a mis ojos una cortina que me impide ver la acción. Es mejor así, no quiero ver el tajo en mi barriga. De pronto una mano conocida... la de mi chico. Me calma y conforta, me dice que estará conmigo (a pesar de todo pronóstico) Le digo que estoy bien y la enfermera me hace callar, para no tragar mucho aire. Estamos mirándonos en silencio cuando se levanta frente a nuestros ojos el primogénito, Darío Martín, gemelo I hasta ese entonces. La emoción fue enorme, pero dentro de todo me preocupé por no escucharlo llorar. El doctor dice que está bien y luego de introducirle una manguerita por la boca, lanza al mundo su primer llanto. El otro bebé, Juan José, gemelo II, vino tan de prisa que casi no pudimos verlo, dos minutos después que su hermano. Él lloró de inmediato, así que pude respirar con calma. Mi chico me besa en la frente y sigue los pasos de nuestros hijos que están siendo examinados por los doctores. Yo no sentía dolor alguno, era como un sueño de medianoche. Minutos más tarde me los traen para conocerlos. Incómoda desde la posición en donde estaba, traté de ver sus caritas y besé sus suaves cabecitas con mucha delicadeza. Asombrosamente olían muy rico, a ese olor de bebé del que hablan tanto. Fue solo un instante con ellos y luego me dejaron sola a merced de los doctores que aun debían suturar la incisión.

Pasó un instante y sentí el efecto de la anestecia en mi cuerpo. Vi todo nublado por un minuto, hasta que me llevaron a otra sala para recuperarme, mientras me chequeaban cada 10 minutos para saber que todo iba bien. Tenía sueño, pero no logré dormir ni un segundo, atiborrada de tanto suceso nuevo para mi.

Finalmente, me trasladaron a mi habitación definitiva por esos días. Los pasillos estaban en silencio, nadie transitaba por ahi, salvo mis suegros y mi chico que esperaban a que yo pasara para despedirse, prometiendo que volverían una vez que fuese de día.

En la habitación hay 3 camas, con una chica más durmiendo al rincón. Yo en la primera cama aun no sentía mis piernas y por consejo de las enfermeras, traté de acurrucarme en esa incómoda cama de hospital para descansar un poco antes de que me llevaran a mis hijos.

Ese instante duró 10 minutos, cuando aparecieron junto a mi cama dos cunitas transparentes con ruedas que contenía cada una a mis bebés. Dormían plácidamente. No podía aun distinguir a uno del otro. No podía asimilar aun que era madre y moría de susto de solo pensar qué haría yo con dos niños a la vez.

Los observé largamente hasta que salió el sol. Los tomé en mis brazos y sentí sus manitos. Abrieron sus ojos para verme desde su penumbra. Eran dos personitas indefensas a mi cargo, grandes y saludables como nunca pensamos que sería. Darío, 3 kilos 540 gramos, 50 centímetros. Juan José, 3 kilos 650 gramos, 50 centímetros. Ni los doctores podían creer la hazaña, así como no podían creer que pudiera existir una barrigota como la que tuve hasta horas antes. La enfermera de turno vino cerca de las 10 y me dijo que debía amamantarlos. Yo le dije que no sabía hacer eso y que seguramente ellos tampoco sabrían tomar de mi leche. De hecho, no creía tener leche para ellos. Ella me dijo que debía ponerlos en mi pecho y esperar. Y fue así como mágicamente ellos se alimentaron por primera vez, fue así como supe que yo sí sabía amamantar, como si lo hubiera hecho mil veces antes, fue así como caí en la cuenta que finalmente era madre de estos preciosos bebés y una nueva e importante etapa comenzaba en mi vida, esa mágica noche de San Juan.