Recuerdo cuando andaba en micro (bus). Me pasaba gran parte de mi vida adolescente viajando de un lado a otro, al colegio, a ver a mis amigos, a ensayar con mi banda, a estudiar mi carrera, a visitar a mi pololo.
Antes en mi ciudad no había tanto caos; los pueblerinos aun no veían la mina de oro en Santiago y nosotros podíamos disfrutar de un largo y contaminado viaje en un micro amarillo, sentados cómodamente en asientos sucios y rayados, con la música que nos gustaba puesta en las orejas. Eso es algo que extraño mucho.
Mi personal stereo me acompañaba desde casa y musicalizaba las callejuelas de mi población camino al paradero, las calles viejas de Recoleta desde la micro, el sucio centro de Santiago, las limpias y verdes calles adyacentes a Irarrázabal, mi paso rápido atrasada como siempre a las clases de Audiovisual.
Viento y hojas de otoño, un chocolate caliente de la máquina del Instituto, storyboards en las páginas de mis cuadernos, miradas cómplices con el muchacho fotógrafo, las risas contagiosas de David Quezada.
El tiempo pasó rápido hasta ahora, cuando mi aglomerado e incómodo viaje en metro por las mañanas con suerte me permite escuchar al conductor decir que hay un retraso en la frecuencia de los trenes.
Los momentos que viví, la música que escuché, no tendrán el mismo sabor hoy, cuando mi significado de felicidad ha cambiado sustancialmente.
Antes en mi ciudad no había tanto caos; los pueblerinos aun no veían la mina de oro en Santiago y nosotros podíamos disfrutar de un largo y contaminado viaje en un micro amarillo, sentados cómodamente en asientos sucios y rayados, con la música que nos gustaba puesta en las orejas. Eso es algo que extraño mucho.
Mi personal stereo me acompañaba desde casa y musicalizaba las callejuelas de mi población camino al paradero, las calles viejas de Recoleta desde la micro, el sucio centro de Santiago, las limpias y verdes calles adyacentes a Irarrázabal, mi paso rápido atrasada como siempre a las clases de Audiovisual.
Viento y hojas de otoño, un chocolate caliente de la máquina del Instituto, storyboards en las páginas de mis cuadernos, miradas cómplices con el muchacho fotógrafo, las risas contagiosas de David Quezada.
El tiempo pasó rápido hasta ahora, cuando mi aglomerado e incómodo viaje en metro por las mañanas con suerte me permite escuchar al conductor decir que hay un retraso en la frecuencia de los trenes.
Los momentos que viví, la música que escuché, no tendrán el mismo sabor hoy, cuando mi significado de felicidad ha cambiado sustancialmente.
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