23.45 del sábado y estoy mirando el techo, paralela al cielo de la habitación. Mirando cada detalle, creo que jamás olvidaré las grietas que observo con tal fijación, asi como los pastos que crecen en los lugares pavimentados, los perros de la calle, los atardeceres de colores. Momentos que guardo en mi memoria temporal como una fotografía y que ingenuamente creo jamás olvidaré. Y un sábado por la noche, cuando no hay nada más que hacer, me pongo a pensar con tanta concentración, que de pronto me siento parte del entorno, hasta que un grillo me despierta y caigo en la cuenta de que no estoy en mi lugar. Esto se ha convertido en algo familiar, pero a veces me siento fuera de lugar, como una pesadilla que se repite a lo largo de mi vida. No pertenezco a nada, sólo estoy de paso. Sin nada que hacer, mirando un techo blanco con una que otra grieta, rodeada de algunas fotografías de una pareja feliz, recuerdos y una ventana al exterior oscuro, se me agudiza la audición y creo sentir el auto venir cada vez. Pero son otros autos que pasan por la avenida, seguramente con destino a una fiesta o reunión de amigos.
No estaba molesta, solo impávida y aburrida. El reloj se reía de mi impaciencia y dudaba en cada segundo. Yo sólo quería dejar de pensar en las grietas del techo, en el sudoku incompleto en mi mochila y en los ruidos allá afuera. Sólo queria dejar de sentirme fuera de lugar, dejar de sentir frío en mis piernas, cerrar los ojos y dormir con su brazo atrapando mi cintura.
Mirando el techo las horas se hacen eternas. Con la luz apagada el tiempo hace de las suyas.
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