DAVID

Su nombre es David. Ahora tiene 18 años. Es escorpión. Es chileno. Es mi hermano. Probablemente me pateará el trasero cuando lea esto, pues le gusta pasar desapercibido por la vida. Creo que debe ser porque nació el día de los muertos. Como digo yo, él nació muerto. Un chico espiritiflautico que pasa entre nosotros casi como fantasma. Cree que no lo notamos, pero la gente lo nota más de lo que pueda alcanzar a pensar. Y cómo no, si tiene ese algo que le gusta a las chicas, esa calma, ese estilo y esa parada de observar la vida a distancia. Como yo. Tiene eso que les gusta a las suegras, una sencillez y un respecto. Tiene lo que le gusta a los padres; es un chico obediente que hace siempre lo correcto, al menos frente a los ojos de los padres. De pronto se parece a mi, pero él es de bajo perfil. Yo soy de un rosado fulminante, él es de un café chocolate. Seguramente si no fuera mi hermano, seguramente si yo tuviera unos 15, de seguro me enamoro de él, por lo que representa, por lo que deja atrás al pasar. Y cumplió los 18, lo que anhelaba hace rato, para mandarse sólo, para tener acceso a todo, para sentirse poderoso. No sabe mi inocente David que la vida después de los 18 ya no es tan mágica, nos convertimos en seres conscientes de todo, forzadamente responsables y aburridos. Es probable que lo sepa, pero aún no lo saborea.
David de 18 en casa, tan solitario como siempre. A esa edad, yo arranqué lejos de acá. Él esperó que alguien viniera a saludarlo. No lo abrazo, no le canto feliz cumpleaños, sólo vamos a comprar un helado y lo comemos en el camino de vuelta, ambos como zombies. Yo porque tenía sueño y debía ir a laburar. Él, encandilado por el brillo del futuro, por la embriaguez de ser grande, por estar parado frente al abismo en el que deberá decidir si saltar o no. Ese es mi hermano y el mundo lo espera afuera.